(Carta a las emociones)
He tardado varios años en escribir sobre esto; dentro de poco más de un mes, mi hija cumplirá cuatro años. Dos de ellos casi ni los recuerdo, embriagada de noches de insomnio y lloros descontrolados, me parece que no han sido vividos sino “soñados”. Los siguientes han sido y siguen siendo amor, el proceso en el que estoy inmersa.
La experiencia que quiero compartir no pretende dar lecciones de cómo es la maternidad o de las cosas que no se cuentan sobre el proceso de ser mamá, ni tan siquiera es un escrito sobre consejos para mamás primerizas. Lo cierto es que es una carta abierta a las emociones. Aquellas más profundas y sentidas que he vivido durante el proceso de la maternidad, como mujer y como madre. Quizás algunas primeras mamás os podáis sentir identificadas, a otras no mamás también os puede resonar lo que escribo o a otras simplemente os puede ayudar a entender lo que puede llegar a ser el proceso de autoconocimiento emocional. Absteneros mamás que: a) han dormido “casi” plácidamente desde el primer día o, b) casi no han escuchado llorar a sus hijos/as hasta que han transitado por las rabietas. Su experiencia, quizás, diste mucho de la mía.
Casi todo en mi embarazo fue apresurado. Mi deseo ya estaba, planificado y con conciencia, pero mi sensación desde el primer día fue: “No estoy preparada”. “¡Tachán!”, el miedo entró en acción. Ahora lo sé, antes solo se sabía en mi inconsciente. Pasé por tres duelos durante mi embarazo, ¿le di importancia entonces? ¡Ninguna! Solo se sabía en mi inconsciente. Aún hoy sigo transitando el dolor de algunas de esas pérdidas.
«Mi inconsciente era el único que era consciente de mis miedos»
Las tiroides no tardaron en avisar: “Te estás sobrecargando”. No sé si conocéis nuestra glándula tiroidea, es un órgano impresionante. Es una glándula pequeña con forma de mariposa, ubicada en la base de la parte frontal del cuello, justo debajo de la nuez de Adán. Produce unas hormonas que controlan el metabolismo y afectan a nuestras emociones de manera espectacular. Era una gran desconocida para mí, pero ahora mismo regulada y en su sitio, entiendo sus llamadas de atención durante mi embarazo y posterior. A nivel psicofisiológico Adriana Schnake (2012) la describe como: Carburadora, aguantadora, compensadora, negociadora, organizada, perfeccionista y algunas que me resuenan de más. Gracias a ella pude parar, dejar de hacer y empezar a sentir. Comenzó el viaje hacia el interior de mí misma. Mi glándula y mi inconsciente ya lo sabían, yo todavía no.
Cuando fui a dar a luz, todo estaba planificado y salió del todo distinto al plan. “¡Tachán!”, de nuevo el miedo se instaló en mí. Entonces no lo sabía, solo se sabía en mi inconsciente. Por momentos culpaba a mi pareja, a la vida, a mis tiroides por sentirme como me sentía. Culpaba desde la inconsciencia de no conocer, de no reconocerme. Me culpaba por ello, por no sentirme diferente. No entendía mi cuerpo, no entendía lo que sentía, no entendía nada y, de repente, apareció ella. Tan pequeñita, su piel pálida, arrugadita, igualita a su papá. Y yo, muerta de miedo. Mi cuerpo reaccionó con fiebre, terror y rechazo. Ahora lo puedo verbalizar pero en ese momento, miedo y culpa se instauraron en mí. ¡Qué dolor! Antes no lo sabía, solo se sabía en mi inconsciente.
Los primeros días en el hospital transcurrieron con serenidad, me sentía protegida. Todos los días había alguien para decirme si esto era normal o aquello pasaría en breve, sobre todo el: “Esto va a pasar”. Pero cuando volvimos a casa: papá, mamá e hija, me encontré de nuevo con mi sombra: Paralizada, aterrorizada y cargada de culpa. Nada había salido como yo pensaba, nada había sentido de aquello que esperaba. Espera, cómo era eso de: “Cuando la veas encima de ti te va a invadir un amor de lo más profundo”. Sentí todo lo contrario. Sentí todo lo que se suponía no debía sentir y por no querer sentir, por no saber sentir, esas emociones se apoderaron. No sabía vincularme con mis emociones y por extensión, conmigo misma y los demás. Ahora lo sé, antes solo lo conocía mi inconsciente.
Y luego se sucedieron todas las visitas, recomendaciones, consejos gratuitos desde la experiencia, todas las exigencias externas, y… el vacío emocional. Y yo, cada vez más lejos de mí y menos cerca de nadie. Sentí miedo y culpa y, angustia y culpa y, tristeza y culpa y, terror por si esta especie de dolor, dolor por no saber sentir, no llegaba a desaparecer nunca.
A estas altura quizás alguien pude estar pensando que debo estar exagerando. ¿Cómo puede ser que no me quedara con el amor de una hija? ¿Cómo puede ser que eso no compensara todo lo demás? ¿Cómo puede ser que no me preparara mejor para lo que venía? Lo cierto es que sentí tanto miedo, tanta angustia no vivida, tanto terror guardado, inconsciente, que no pude dejar pasar al amor. No me pude preparar para ello.
Recuerdo que hubo una llamada, mi hermana, ella ya había sido mamá antes que yo y logró calmar mi miedo por un instante: Estás pasando por el “Baby Blues”. Lo ingleses denominan un mes “melancólico” a lo que siente la mamá en el primer mes tras parto. Algo así como la depre posparto pero sin ser depre. Vamos, un desbarajuste emocional en todo regla. Esas palabras, esa etiqueta, me tranquilizó porque: a) era normal, b) no lo iba a sentir siempre, c) me confería tranquilidad, calma, gestión emocional. Uf qué alivio, qué toque de cordura instantánea, eso era lo que necesitaba mi interior. Y después, casi sin pedirlo sucedió el sostén de la tribu. Yo llamo tribu a aquellas mujeres de referencia que habitan en mi vida: Mi madre, mi hermana, mis amigas y… algún que otro hombre que sabe posicionarse a este lado. Reconozco que no había sabido de su verdadera importancia hasta que fui madre, o tal vez sí sabía de su importancia pero no le había puesto consciencia. Lo cierto es que a partir de ahí comenzó el proceso, preciso y necesario. Muchos silencios y charlas después, muchas horas conmigo misma y mi sombra más tarde. Volví, asentí, respiré, me hundí, respiré y volví. Fui descubriendo y redescubriéndome. Entre cambios de pañales tuve que atender y atenderme. Crecí, ¡ya lo creo que crecí! Y pasé por la rabia, por la tristeza, por la culpa y descubrí que el miedo está y sigue estando ahí, simplemente ahora lo sé, ya no solo lo sabe mi inconsciente. Descubrí que temía hasta al propio amor por si este alguna vez desaparecía, se iba. Y no fue hasta que calmé ese miedo, lo acuné y cuidé, lo entendí y lo hice mío, que pude estar en el amor. Supe que ese miedo está en mí, avisándome que soy vulnerable y frágil. Que es mi debilidad y mi fortaleza. Que sentir miedo es algo más que temer a las arañas. Y aunque dolió no lo hizo tanto como en la inconsciencia. Y así, sin darme cuenta empecé a estar en el amor.
«El amor resultó ser el antídoto para el miedo»
No sé cuándo podremos hablar del miedo con naturalidad. En una cena: “Oye pues vaya cagué, he estado preparándome para entrar en este nuevo trabajo y no veas qué miedo siento”. “Pues resulta que me he dado cuenta que no quiero estar con mi pareja, después de tantos años, me aterra este sentimiento”. “Cada día cuando me levanto, me da miedo no cumplir las expectativas que me marco”. He escuchado esta frases en consulta una y otra vez, pero ni una sola en una cena con amigas.
No me entendáis mal, no digo que quedarse en el miedo sea lo adecuado. Solo digo que si no lo sentimos, no dará paso a otra cosa. Solo cuando me di cuenta de que sentía miedo todo el tiempo, a perder, a no ser, a desplomarme, a sentirme sola, a no querer, a que no me quieran, pude poner el amor en cada cosa que hacía como antídoto para revertir ese miedo ¿Y qué amor poner? El amor a una misma, a nuestros aciertos y errores, a la persona y no al personaje. El amor a los nuestros, a la vida, a la certeza de que la vida nos quita pero también nos da. El amor en sí mismo ¿Eso nos va a evitar sentir miedo? NO. Solo va a evitar despegarnos de nosotras mismas, de nuestra emoción, de nuestra energía. Solo en el amor podemos calmar al miedo o al dolor, solo así somos poderosas.
Y yo digo ahora, alto y firme: Queridas, temed sin temeros. Amad amando. Entenderos, aceptaros, acompañaros, comprenderos. Poned en primer lugar vuestras necesidades, vuestras emociones tienen valor, poned el amor en cada cosa que hagáis. El cuidará de vuestro miedo. Vivid y experimentad. Sentí miedo, sentí culpa por sentir miedo, sentí vergüenza, sentí culpa por sentir vergüenza. Sentí tanto sin saber que sentía. Ahora lo sé, ya sabe mi consciente. Ahora ya puedo aprender de este miedo mío y hacer de él mi energía, ¿cómo? A través del amor.
Sin duda han sido los años más importantes de mi vida. He aprendido a amar más y mejor. Sin duda me vinculo mejor conmigo misma y los demás. Me queda camino por hacer pero ya ando de la mano de mis miedos y no me preocupa, porque tengo amor para darles.
«Ven miedo que tengo amor para darte»
Raquel Bañuls
Directora EDIpsicólogos.
Dra. Psicología.
Especialista en Inteligencia Emocional.
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