Historias de resiliencia tras la DANA (Valencia)
Un mes después…
Hoy, 29 de noviembre, no puedo evitar sentir un nudo en el estómago. Al principio no entendía qué lo causaba, pero luego lo recordé…
Hace exactamente un mes, desde la ventana de mi casa, veía cómo el agua subía, y subía, y subía. No sé qué sentía exactamente en ese momento, solo sé que la incertidumbre y el desconcierto se apoderaron de todo. Nos pilló en casa.
A mediodía, todo comenzó a complicarse. La mitad del equipo se había marchado. Las sesiones se cancelaron. Al resto les dije que no vinieran o que se fueran de inmediato. Todo quedó en pausa. No me gustaba la idea, pensaba: “Solo será un chaparrón, pero mejor que no les pille en la carretera o en la calle”.
13:30
—Nerea, mira a ver las sesiones porque, si va a llover, igual no viene nadie. Y tú, en coche hasta Valencia… no sé. Mejor envía mensajes y confirma quién viene.
—¿Y Sandra?
—Ya se ha ido. Solo tenía una sesión y la ha aplazado por si acaso.
15:30
—Raquel, me he ido. Al final casi nadie tenía claro si iba a poder venir. He cancelado por si acaso —me dijo Nerea por WhatsApp.
—Paula, no vengas —le dije a nuestra compañera de recepción.
—Andrea, Elena, iros a casa directamente del cole.
—Vamos a EDI a recoger las cosas y nos vamos a casa, nos hemos dejado las cosas —Bien, no os entretengáis.
Mi pareja me llamó:
—Raquel, ¿has leído el correo del cole?
—No, estaba trabajando.
—Han suspendido las clases. Yo he recogido a la niña antes para no pillar atasco en la autovía.
16:00
Hablé con mi hermana:
—No sé, Roci, parece que viene el diluvio, pero aquí no ha llovido en todo el día. Ni ahora está lloviendo. Nos reímos, sin saber lo que estaba por venir.
17:30
Me quedé trabajando hasta las cinco y poco. Ese día habíamos estado grabando nuestro nuevo podcast. ¡Qué bien lo pasamos! También hice algunas sesiones online y me quedé preparando cosas pendientes.
Recuerdo pensar: No llueve, ¿y si voy al Bonaire a ver unas cosas? Nunca tengo tiempo. Pero me detuve: No, mejor me voy a casa, a ver si me pilla el chaparrón y acabo calada. Además, ya compré lo que era preciso el lunes, todo lo que Everest necesitaba (nuestro gato terapeuta).
Hoy puedo recordar todas esas frases, sueltas, desordenadas, fragmentadas, como cortes claros en mi mente. Decisiones que parecían insignificantes en un día cualquiera, pero que fueron cruciales aquel día.
19:30 – 20:30
Mi pareja lo vio todo desde la calle, yo desde la ventana con mi hija. El agua venía, marrón y arrasaba. De repente, el muro que separaba las vías del tren con la calle se rompió. Más agua, marrón. Alarma en el móvil, mensaje presidencial. No sabía qué estaba pasando. Luego, el muro del instituto también cedió. Más agua, marrón.
La luz se fue. En la oscuridad, solo se escuchaba el sonido del agua. Veíamos desde la ventana cómo esta cubría ruedas, manetas de puertas, llegaba muy arriba… hasta que empezaron a flotar los coches. No podía ser. Nuestra calle es muy ancha. No podía ser.
En ese momento vimos a un hombre subido al capó de un coche. El agua había subido tanto que no podía moverse ni bajar sin correr el riesgo de ser arrastrado. Algunos vecinos se movilizaron rápidamente. Le gritaban, formaron una cadena humana y lograron acercarse a él. Cuando volvía la mirada estaba a salvo.
21:00
En el parking, dos sótanos enteros se inundaron. El agua marrón entró sin control. No puede ser. parking -2, parking -1. En poco más de 15 minutos pasó.
—Vestiros, por si tenemos que subir más arriba —nos dijo mi pareja a nuestra hija y a mí.
Vivimos en un primero, pero el agua amenazaba con llegar al rellano. Finalmente, se detuvo en el escalón que separa el rellano de la bajada al primer sótano. No podía creerlo.
En medio de la oscuridad y el silencio, nos quedamos vestidos, agotados, esperando. El agua siguió subiendo hasta que se estabilizó a las tres de la madrugada, y luego empezó a bajar. Solo entonces pudimos dormir un poco, apenas unas horas.
6:00
Al amanecer, la incertidumbre seguía ahí. Seguíamos sin luz ni agua. Recuerdo que mi pareja no paraba de decir. Seguro que vuelve enseguida. Aún no podíamos ni imaginar la magnitud.
—Voy a bajar—me dijo mi pareja.
—El parking, ¿sabes si… salió todo el mundo?— le pregunté yo.
—Creo que no quedo nadie —suspiró.. No lo se. Fue todo muy deprisa. Espero que no.
Había ya vecinos esperando en la entrada, miradas llenas de preguntas, pero con la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño. Se podía bajar por la rampa de la entrada; el agua ya no estaba, pero había barro, grueso y pegajoso. Despacio, con precaución, algunos vecinos se animaron a descender. Yo seguía en mi ventana, con mi hija en la cama, observando cómo trataban de encontrar respuestas entre el caos.
Los coches amontonados en el extremo de la calle bloqueaban completamente el paso. Por suerte, el año pasado habían abierto el otro extremo de la calle, y al menos podíamos salir por allí. Sin embargo, lo que encontramos al intentar avanzar fue desolador: calles llenas de escombros, vehículos destrozados apilados unos sobre otros, casas con puertas arrancadas y fachadas manchadas de lodo. Cada esquina mostraba señales del paso implacable del agua.
Los días siguientes fueron como despertar en un mundo diferente. Vecinos limpiando sin parar, ayudándose mutuamente, como si cada gesto fuera una forma de sanar el dolor compartido. Escuchar las historias de otros nos rompía el alma: familias que lo habían perdido todo, negocios arrasados por el agua, y, en algunos casos, la tragedia irreparable de quienes no pudieron salvarse. Mis amigos Toni y Conchi habían perdido su empresa en Paiporta, un símbolo de esfuerzo y perseverancia durante tantos años. Fue desgarrador ver cómo algo tan significativo para ellos había desaparecido, pero también fue inspirador ver en sus ojos el atisbo de determinación para comenzar de nuevo, porque incluso en la desolación, la esperanza puede ser un refugio.
Y también surgieron momentos de esperanza: manos solidarias que se tendieron sin dudar, abrazos que decían más que las palabras y la certeza de que, a pesar de todo, juntos reconstruiríamos lo perdido. A cada paso en el barro, se renovaba una fuerza inesperada, la certeza de que, aunque el agua se llevó tanto, no pudo con nuestra voluntad de seguir adelante.
Recuerdo a quienes estuvieron ahí, trayendo más que objetos: trajeron consuelo y esperanza. Familias y amigos caminando largas distancias, cargados de botas y enseres, o sorteando límites con pases especiales y a horas innombrables, solo para llegar, para dar, para acompañar. Gracias, Nerea y Diana, por vuestra generosidad. Gracias a Naty y Martín. Gracias a mis hermanos, Rocio y Juan Carlos, por sostener. Gracias a mis padres, por empujar. Patri, Yolanda, Jaime, Paz, Nidia, Sari, Sandra, Andrea… gracias por cada llamada y cada palabra que sostuvo el peso de lo que apenas podía poner en orden. Gracias a Toni y Conchi por ser refugio. Gracias a cada persona y organización que nos hizo llegar esperanza. Gracias a todos por ser. A todos los que nos tendisteis la mano: vuestra ayuda fue un faro en la tormenta.
De esos días aprendí que el barro puede ensuciar las calles, pero no la esperanza; que incluso en los momentos más oscuros, el corazón humano tiene la capacidad de brillar con una fuerza incalculable.
Hoy, un mes después, miro por la ventana, estoy viva y, aunque el panorama ha cambiado, sé que algo en todos nosotros también lo ha hecho: somos más fuertes, estamos más unidos, y caminamos decididos a recuperar nuestra normalidad, paso a paso, día tras día. Porque a pesar de la tormenta, aún queda en nosotros la capacidad de volver a empezar.
De nuevo quiero expresar mi gratitud más profunda a todas las personas que, en medio del caos, mostraron lo mejor de sí mismas. Gracias a quienes tendieron una mano, ofrecieron refugio, coordinaron ayudas, o simplemente estuvieron ahí para sostenernos emocionalmente. Su humanidad fue el faro en medio de la oscuridad.
A quienes han perdido tanto —un hogar, pertenencias, recuerdos, o incluso a un ser querido— quiero decirles que no están solos. Hoy mi corazón está con vosotros. La pérdida duele, el vacío pesa, pero estoy segura de que juntos, como comunidad, encontraremos la manera de reconstruir.
Un mes después, aunque a veces el miedo regresa, me abrazo a lo único que siempre permanece: la certeza de que las aguas bajan, el sol regresa, y, con tiempo y fuerza, volveré a Ser.
Hoy somos más fuertes. Hoy somos más humanos. Hoy, se que volveremos a Ser.
Raquel Bañuls Bertomeu
Fundadora y directora EDIpsicólogos